Siempre fui un tipo extremadamente tímido. Tranquilo hasta
la médula. En la escuela me daba vergüenza hasta reírme delante de las niñas, y
cuando lo hacía me tapaba la boca. Como me daba mucha vergüenza estar cerca personas
del sexo opuesto, cuando iba a los cumpleaños inventaba algún dolor en la panza
incluso en la puerta misma de la casa donde se llevaría a cabo la fiesta. Y
hacía que mis padres me llevaran de nuevo a casa, obviamente sabiendo que no me
dolía absolutamente nada más que verle sus caras al traerme de
vuelta. No por ellos, sino por mí. Me moría de pensar que mis compañeros se
podían llegar a reír de mí, de mi risa, de mi cara, de un chiste que hice y no
fue gracioso. De todo. Tengo que aclarar que era un niño bastante normal, o por
lo pronto no tenía un brazo en la frente o las dos orejas del mismo lado.
Cuando
sí llegaba a ir a un cumpleaños, ya a las cansadas, era cuando mis padres
prácticamente me abrían la puerta del auto a 80 km/h y me empujaban para que
rodara hasta la entrada del festejo, sin darme muchas opciones. Hoy se los
agradezco (salvo por la fractura de peroné). Ya ahí, trataba de estar atento a
que nadie se pudiera reír de mí ni avergonzarme de ninguna manera. Chequeaba
tener el cierre del pantalón cerrado, que el pelo no estuviera desordenado
(cuando yo era chico nos peinábamos para ir a un cumpleaños) y que mi ropa no
estuviera rota o manchada. Nunca lo estaba ya que mi madre se ocupaba de que
todo estuviera perfecto. Pero como el sueño recurrente más habitual, yo tenía
miedo de aparecer desnudo en medio del cumpleaños, con un gorro de payaso y
riéndome a carcajadas sin parar. Ahora que lo pienso hubiera sido una hermosa
anécdota para contar, pero en su momento era la muerte social. Sería un Parker
Lewis al revés. Y nunca tendría una novia y todos se burlarían de mí hasta que
muriera. Iban a colgar una foto en la escuela e iban a pasar y reírse también
de mi foto. Sí, todo eso.
En los
pocos cumpleaños que llegaba a concurrir, luego de vencer mi miedo ridículo al
ridículo, todavía me tenía que enfrentar a mi peor pesadilla: la piñata. Creo
que la definición por diccionario lee (y cito): “Hordas de niños hambrientos
cual zombies en búsqueda de cuellos para morder, abarrotados bajo una ex hermosa bolsa con forma de animal, o algún
objeto de la naturaleza, la cual sangra caramelos Sugus y chicles Bazooka, a
través de una herida causada por un niño llevando como arma un palo, una venda
en los ojos y mucho empeño.” La piñata es el más básico ejemplo de la ley de
Darwin. La ley del más fuerte. El pibe más grande o el más rápido sobrevive (en
este caso come caramelos) y el más chico, el más lento, el menos inteligente
para lograr una estrategia que lo
coloque cerca del objeto querido, muere.
Para un
niño tímido como yo, a quien le daba vergüenza hasta exhalar muy fuerte, correr
para tirarse al piso pateando niños y niñas a diestra y siniestra con el único objetivo de hacerse de caramelos y chupetines, no existía como opción ni en el
más salvaje de sus sueños. "¿Y si piensan que soy un angurriento? ¿Y si me
resbalo y me caigo? ¿Y si me caigo arriba de una niña? ¿Y si pueden leer mis
pensamientos y saben que acabo de pensar todo eso y ya descubrieron que soy un
banana?" Por Dios! Yo era más bien de los que ligaban algún caramelo que alguna
madre bondadosa, al verme parado mirando como todos luchaban por un "Candel", le
sacaba un par de “joyitas” a su hijo obviamente explicándole “son para el nene,
que no agarró nada, dale dame un par, ¡que me des un par te digo!”, y se
acercaba y me las daba, para después frotarme la cabeza. Ese era yo.
Cuando
no había madres bondadosas, que era en muchos casos, volvía con las manos
vacías. Ni torta comía, y si no pasan por al lado mío con una bandeja de
panchos y me insistían 2 veces no comería absolutamente nada. Entonces llegaba
a casa y preguntaba qué había de comer, y mi mamá debería pensar que estaba en
las drogas, y que después de un festín en un cumpleaños me había agarrado el
bajón y quería seguir comiendo. Bueno, no. Tenía hambre y ganas de comer
caramelos. Pero la piñata era una oligarquía. Un gobierno de pocos. Y siempre los
mismos.
Entonces
un día llegué a un cumpleaños, con mi mejor amigo y entré después de haber
pensado en todas las cosas que me daban vergüenza, es decir todo. Abrió la
puerta una mamá muy simpática, le sonrió a mí mamá y nos hizo pasar. Entramos por
un pasillo que moría en una habitación con globos de colores que se veían
mover. Con mi gran poder de deducción supe que ahí estaría la gente y el
cumpleaños en sí. Y el pasillo que transitaba en ese momento era la última milla antes de la silla eléctrica. Como en “Milagros Inesperados”. Todo pasaba
en cámara lenta, mientras me dirigía a mi sentencia de muerte. Me imaginaba la
piñata colgada con forma humana y mi cara, el cumpleañero listo para molerla a
palos. Fue ahí cuando las vi. En el pasillo. Una mesa de madera, un mantel del
Hombre Araña. Y ordenadas como un ejército listo para atacar: bolsitas. Bolsitas con motivos de Superman
y Batman y todos los superhéroes. Sorpresitas! La felicidad que me inundó en
ese momento es sólo comparable a cuando decidieron repetir “Amigovios” en el
canal 12. Así como se salió de la dictadura en este país, en ese momento la
dictadura corrompida de las piñatas moría a los pies de aquella mesa, hundiéndose
ante la atenta mirada de Batman, Robin,
Spiderman y Superman. Ya no importaba si no quería tirarme al piso a buscar
caramelos y juguetes de plástico de SUPER USA. No, todo eso había quedado
atrás. Ahora, todos los dulces y diversión estaban democratizados en segmentos
iguales y parejos para todos, en bolsitas de 1 peso la unidad.
Felicidad pura.
Todo el
tiempo que estuve en el cumpleaños, mi mente estaba en la bolsita que me
tocaría, y en su contenido. En las golosinas que iba a poder comer finalmente. Después
de tantos cumpleaños en que había visto morir tres osos, cinco payasos, dos princesas
y hasta un pájaro, todos a manos de un niño ciego y con un palo.
El cumpleaños
terminó. Al retirarme había muchos niños poniéndose camperas, buzos y bufandas
en la puerta y la simpática mamá repartía, como podía, las tan ansiadas
bolsitas. Pasé cerca de la puerta, agarré mi campera y mi buzo. Mi mamá ya
estaba ahí. Me puse ambas cosas lo más lento que pude, dándole tiempo a la
repartidora para que pudiera verme y llegara a mí con el tesoro. Pero nada. Muchos
niños. Confusión. El poder volvía a caer nuevamente en las manos de aquellos
quienes se acercaban y pedían. Y el sueño de una democracia perdurable se caía
a pedazos, sin poder ser salvada ni por la Liga de la Justicia. Mi mamá saludó y salí de la casa. La puerta se cerró. Tristeza pura.
Entonces, la mamá del cumpleañero, que hoy la recuerdo como una mezcla de Superchica y Grace Kelly, abrió la puerta, reluciente. “Se olvidan de esto” dijo con la más hermosa sonrisa , “todos se tienen que llevar sopresitas”.
Entonces, la mamá del cumpleañero, que hoy la recuerdo como una mezcla de Superchica y Grace Kelly, abrió la puerta, reluciente. “Se olvidan de esto” dijo con la más hermosa sonrisa , “todos se tienen que llevar sopresitas”.
Para todos los concurrentes fueron dos chupetines de naranja, tres chicles Bazooka
(dos de Sandía), seis o siete caramelos y un autito de plástico que todavía
guardo.
Pero para mí fue mucho más que eso.
Para mí fue el cielo.
Pero para mí fue mucho más que eso.
Para mí fue el cielo.
Parker Lewis, Super USA, Amigovios en canal 12... cuánta épica junta para volver a ser un niño en los 90, ese garoto de banana parado en un rincón rezando por dentro para que el payaso o el mago no lo señale y lo haga pasar al frente ante el aplauso y las burlas de los gorditos vivos y los tíos borrachos. Ese mismo garoto de banana que se hacía el boludo y levantaba los caramelos que quedaban olvidados entre las plantas o en ese ángulo poco iluminado del salón y los comía encerrado en el cuarto de baño. Excelente dj. Volviendo a esos tiempos... le doy un "Sote, te felicito".
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