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La Suerte de Horacio




Horacio era hombre de campo. Se despertaba diariamente a las 4 de la mañana y arreaba el ganado. Tenía algunas vacas y ovejas las cuales cuidaba con el alma. Siempre fue un tipo trabajador, desde los 12 años y ya tenía 54. Nunca había creído en la suerte, entendía que el hombre tiene que hacer su propia suerte, su propio camino y eso era a base de trabajo y más trabajo. Nadie nunca le iba a regalar nada. Sus jornadas eran largas y cansadoras. Terminaba el día dando de comer a los caballos en el establo como a las 8 de la noche. Se preparaba unos mates y mateaba solo. Entonces cenaba a la luz tenue de una bombita de 50 watts y chocaba con la cama a dormir. Horacio amaba el campo, el pasto, el sol descongelando las heladas mañanas de invierno mientras masticaba tabaco y bebía sorbos de café. Los viernes a la noche iba al pueblo más cercano en su Ford F-100 que prácticamente se caía a pedazos, a tomar alguna grapa, y se encontraba con varios conocidos con los cuales jugaba al truco un buen rato. Charlaban de sus cosechas, fumaban tabaco y se emborrachaban hasta altas horas de la madrugada. Entonces volvía a su camioneta y luego de 3 o 4 intentos lograba arrancarla, siempre había tenido esa falla desde que la tenía hacía mas de 30 años. Los sábados se tomaba unos momentos más en la cama, para luego volver al ruedo habitual.

Ese sábado, mientras ordeñaba a una de sus vacas, la radio Spica que colgaba de un clavo en lo alto de la puerta que conducía hacia los caballos, pasaba música de Zitarrosa y Los Olimareños como todos los sábados. En un corte de la música, una voz muy alegre (casi que en exceso) avisaba que el 5 de oro, ese domingo estaba muy acumulado. Mas de 130 millones de pesos había en el pozo de oro y otros tantos en el de plata. Horacio refunfuño para sus adentros, el no creía en la suerte y pensaba que todos quienes jugaban a esos juegos eran unos ignorantes y vagos. Únicamente el trabajo les daría las alegrías que podían llegar a tener en vida. Escupió tabaco y siguió ordeñando.
Su semana transcurrió de lo más normal. Horas largas, dolor en su espalda y piernas. Esperar a que vinieran a buscar los tomates que había cosechado y la leche que había ordeñado. Cobrar, pagar las cuentas y volver a empezar. Pero el jueves algo sucedió que le sacudiría la existencia hasta dejarlo en el piso derrotado. El cartero entró y le dejo en mano un sobre. Luego de saludarlo y charlar un rato, se despidieron. Entró en el living y miró el sobre. En letras rojas como escrito en sangre decía en mayúsculas: URGENTE. El corazón le dio un vuelco. Abrió el sobre con una navaja que llevaba siempre consigo, aunque generalmente hervía agua para abrir los sobres con el vapor, en esta oportunidad sabía que la urgencia lo ameritaba. Al abrirlo, vio el logo del banco y entendió de que se trataba. Si no pagaba las cuotas atrasadas de su hipoteca para dentro de exactamente una semana, el banco se iba a quedar con su campo y el casco, incluida su casa. Dejó caer el sobre, que se meció en el aire para terminar en el piso de madera gastado y decolorado. Sus fuerzas cayeron con él. Hacía ya unos años había tenido que hipotecar su casa para sacar un préstamo, ya que debido a varias heladas había perdido la mayoría de su ganado y su cosecha. Su seguro no lo cubriría por una cláusula en letra tan chica que dolía poder verla.

Si bien las cosas habían ido mejor en los últimos meses, no tenia el monto para cubrir esas deudas y seguramente lo echarían de ese lugar donde había nacido y crecido, lugar que su padre había levantado con sus propias manos y que el estaba a punto de tirar al mismísimo infierno. Se quebró. Lágrimas brotaban de sus ojos, caían por su cara y morían en el piso, arriba del sobre donde su infinita tristeza había comenzado. Realmente no sabía que hacer. Miró sus curtidas manos por largos minutos. El sabía que esas manos eran las únicas que podían darle el fruto del trabajo. Eran las únicas herramientas que había tenido siempre para dar vuelta tierra, ordeñar sus vacas, esquilar sus ovejas y hasta prender el fuego para calentar su comida. Sus manos eran todo. Pero esta vez, no fueron suficientes.
Guardó la carta en el bolsillo de su camisa. Se levantó y volvió a sus quehaceres diarios. No había oportunidad ya para él. Tendría que buscar un trabajo en algún campo cerca con lugar para dormir. Tal vez algún amigo podría ayudarlo con eso. Pero él, hombre orgulloso, sería incapaz de pedir ayuda. Su cerebro quería explotar de tantos pensamientos que lo estrangulaban.
El viernes, mientras volvía a ordeñar a Lucía, su vaca predilecta, volvió a escuchar en su radio que el 5 de oro no había salido, y que por lo tanto se estimaba un pozo de oro de unos 170 millones de pesos para ese mismo domingo. “Que bien me vendría esa plata” pensó. Pero volvió a escupir tabaco y se olvidó. Para el siguiente jueves tenía que juntar la plata, lo cual era imposible, o irse a vivir a la miseria.

Ese viernes, luego de terminar todas sus tareas, religiosamente se subió a su camioneta y se dirigió al pueblo a jugar unos trucos y tomar unas grapas. Mientras manejaba por la ruta, miraba con nostalgia la paz que trasmitían las cosechas a los lados de la misma. Paz que nunca volvería a sentir. Sabía que le habían arrancado el corazón con aquélla carta, y seguía respirando solamente por reflejo. Cuando se bajó, notó que no había llevado tabaco ni hojillas, así que se dirigió al almacén de Alba que quedaba a una cuadra. Alba, que era una vieja de unos 98 años, estaba sentada en su silla atrás del mostrador tomando una cerveza. “Doña Alba, como le va” escupió Horacio. “bien, bien, que llevas mijo?”. Horacio pidió sus hojillas de siempre y un tabaco Artigas. Mientras Alba se levantaba a buscarlos empezó a recorrer el almacén con su vista, hasta que sus ojos se pegaron a un cartel que leía: “5 de oro Millonario. Más de 170 millones de pesos”. "Perdido por perdido" pensó, y a la vez que Alba le entregaba sus futuros cigarros armados, miró para todos lados cerciorándose de que nadie estuviera escuchando, y le susurró “y un 5 de oro”. La vieja, que era bastante sorda, se acercó y prácticamente gritó “¿un cinco de oro?”. Horacio no sabía donde meterse, le asintió con la cabeza. La vieja trajo la maquinita y Horacio le dijo los primeros 5 números que se le vinieron a la cabeza, guardó el recibo en el mismo bolsillo de la camisa que aún tenía la carta del banco, pagó y se fue.

Llegó al Bar de siempre, se sentó en la mesa de siempre con la gente de siempre, armó un tabaco y se pidió una grapa. Jugaron al truco hasta entrada la madrugada, cada algún minuto la carta del banco venía a su mente y su cara cambiaba radicalmente. Raúl, el veterano dueño del campo lindero al suyo, lo notó en un momento y le pregunto si todo estaba bien, pero él se limitó a sonreír. Sería incapaz de compartir su problema, era un hombre muy reservado y prefería perder todo a pedir ayuda. A eso de las 3 de la mañana, después de liquidar el partido con un falta envido, se dirigió a su camioneta, y luego de intentar las primeras 3 veces la arrancó para volver a lo que al menos hasta el jueves sería su casa. Tenía unos 4 kms de ruta hasta allí. Cuando ya iba por la mitad de camino de una carretera totalmente desolada, comenzó a sentir un sueño abismal, que junto con la borrachera parecía querer dormirlo sin importar qué. Hizo fuerzas, y cuando volvió a abrir sus ojos estaba saliendo de la carretera. Quiso frenar con todas sus fuerzas, pero fue peor, la vieja camioneta giró y trancó sus ruedas para luego dar 4 vueltas en el aire y terminar boca abajo arriba de un cultivo de maíz. De su camisa salieron volando los papeles del banco y el recibo del 5 de oro que había jugado para perderse para siempre. Él abrió sus ojos y mirando las plantas de maíz que parecían sonreírle, dejó de respirar.

Su funeral fue el domingo. Concurrieron doce personas, incluidas dos que trabajaban en el cementerio. Las restantes eran quienes se sentaban a la mesa con él los viernes a jugar cartas y hablar del tiempo y de la vida. Fue un funeral reservado, hermético. Sus problemas habían desaparecido para siempre, junto con todo el resto de las cosas lindas de la vida. Fue un domingo lluvioso y gris. El banco remataría su campo solamente 1 mes después. Pero ese domingo, ese mismo domingo solamente un par de horas después de que la última palada de tierra tapara su eternidad, y que el cielo llorara por él, ese mismo domingo el niño cantor recitaría, uno a uno, los 5 números que estaban en su recibo.

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