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Terminó de escribir el mensaje de texto. “Bajá que la comida está pronta”. Tres minutos después tras un “ok” y una carita feliz reflejado en su pantalla, Diego bajó las escaleras muy lentamente, mirando el display de su celular último modelo y tratando de no tropezar mientras escribía con sus dos pulgares. Una sonrisa en la cara. En un momento se paró en un escalón, mientras seguía sonriendo, solo para poder terminar de escribir en el dispositivo. Guardó el aparato en su bolsillo y terminó de bajar las escaleras. Se arrimó a la mesa y se sentó. Su padre en la cabecera y su notebook al lado. La mamá servía el puré sin dejar de mirar las noticias en el Ipad apoyado al lado de su plato. “que buena foto subiste al facebook amor”, comentó su mamá, pero en su muro y no verbalmente. Entre bocado y bocado cada uno alumbrado por el resplandor de una pantalla, sonreía o se sorprendía de lo que veía en sus respectivos aparatos. Así la cena transcurrió. Solo cuatro palabras en veinte minutos: “¿me pasas la sal?” La madre levantó los platos, nadie se dio cuenta. Diego se paró y volvió a su cuarto, a su computadora. Tuiteó que había comido con su familia. ¿Lo había hecho? Y agregó un par de amigos más al Facebook. Gente que no conocía. Entonces, en un momento, movió su cabeza y miró por la ventana. El verde del parque junto a su casa resplandecía. Los árboles se movían con el viento como siguiendo una sinfonía de Vivaldi. Un perro corría tras una pelota que su dueño le tiraba repetidas veces. Un par de niños jugaban a la pelota, y tres niños más chicos corrían sin sentido dando vueltas al tobogán. Una madre empujaba a su hija en las hamacas y sonreía. El sol iluminaba todo y mostraba la perfección de la escena. Lo hermoso que veía le generó algo que hizo mover un sentimiento ya adormecido en él. Se le dibujó una sonrisa. Por un segundo sacó los dedos del teclado, atónito por la imagen. Llevó su mano derecha al bolsillo, tomó su celular, lo apuntó a la ventana y sacó una foto. “El parque a estas horas” la nombró en Facebook. Y sus dedos volvieron al teclado.

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                 La tecnología nos une. Instantáneamente mediante un mensaje de texto sabemos qué está haciendo nuestra tía en Kuala Lumpur o nuestro hermano en San Marino. Abrimos Skype y vemos a nuestro primo en España en tiempo real y saludamos al hijo que no conocemos personalmente, pero sentimos que estamos ahí jugando con Legos a su lado. "Dame tu Pin", "te agrego en Whatsapp”, "mandame un mail", o "buscame en Facebook” son frases cada vez más escuchadas y dichas hoy en día. Chateamos con gente que está a cinco metros nuestro, nos mostramos fotos y videos, sin vernos a la cara. ¿La tecnología nos une? Cenamos en familia, pero en piloto automático, todos conectados a Blackberrys, Iphones y Samsungs, como si fueran suero, comentando en Facebook que la pasta esta rica y buscando que a nuestros “amigos” les guste eso. “Choqué con el auto y me enyesaron las dos piernas” a 17 personas les gusta esto! Por dios! 

                En busca de nuevos lugares donde sentirnos aceptados, agregamos gente que no sabemos quién es y tratamos de impresionarlos, con fotos, videos y frases célebres de gente que tampoco sabemos quiénes son. “Gente que tal vez conozcas: Charles Baudelaire”. Y lo agregás, capáz el loco es bien y da para tomar una algún día. No mijo, murió en 1867.Los “amigos” de una red social se transformaron en “seguidores” en otra. La próxima red social tal vez los nombre “esclavos”. No estaría muy lejos de la realidad. Esclavos de la tecnología. 

                Pero claro, “como no vas a tener Facebook?”. Si cuando nos dignamos a hablar realmente con quien tenemos en frente, la charla se basa en qué subió quién a Facebook, o quién tuiteó qué acerca de no se sabe quién. Vos que no tenés esta red social, una vez que estas en un grupo de gente que habla, pensás “que bueno, hablemos un poco viéndonos las caras”, y se ponen a hablar de veintitrés redes sociales. ¡Puta madre! Y terminás haciéndote un usuario, para entender qué es ese universo increíble del que todos están hablando. Y te enganchaste. El jueguito “Candy Crush” merece un capítulo aparte, pero cuando me contaron que este juego era tan adictivo, pensé en un GTA 17 o un God of War del futuro. O un juego de lógica que te desgrana el cerebro. Pero no! Hay que unir caramelos!!!!!! "En qué nivel estás en  el Candy?" “Yo en el 1475, juego desde hace 45 años, pero en breve estoy seguro que se termina" Y meta unir caramelos.

                Admiro profundamente a quienes no tiene ninguna de estas redes sociales. A esos que tratamos de inadaptados, mientras tuiteamos durante el Feliz Cumpleaños en la fiesta de nuestro sobrino de 6 años, o mientras en una clase de literatura, chateamos con el compañero a dos bancos de distancia ¿Inadaptados? ¿Ellos? 

                Mi autocrítica es que trabajo con mi celular y uso esto de excusa muchas veces para estar conectado todo el tiempo, leyendo mails, enviando o chateando con amigos. Muchas veces ni siquiera para eso, pero siento la necesidad de mirar mi Blackberry cada cinco minutos a ver si algo cambió en el universo, y yo no me enteré. El flash de led rojo que enciende cuando llega un mail nuevo o un sms, es como un pájaro carpintero picoteando mi cabeza y diciéndome: “agarra el celular, ¿no te das cuenta que puede ser algo que cambie tu vida para siempre?”. Y caí. Y caés. Mirás el celular y es un mensaje de Ancel, diciendo que te regalaron 22,36 pesos por buen pibe. Y vivimos como imbéciles mirando pantallas y esperando un “me gusta” más que un abrazo, una caricia o un beso, un "retuit" o un "fav" antes que una guiñada o estrechar la mano de alguien que lo merece.

                Hay un mundo increíble dentro del celular. Apaguémoslo diez minutos, y descubramos uno muchísimo mejor.
 
(después de escribir esto, lo voy a publicar en un Blog y subirlo a Facebook)

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