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Un viejo cualquiera



               Se secó las manos y la cara y se volvió a mirar al espejo. El agua corría, mientras apoyaba las palmas de sus manos a los lados de la pileta. No sabía cuánto tiempo había pasado. ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Un año? Volvió a doblarse para acercar su cara a la canilla, puso sus manos bajo el agua fría y volvió a mojarse la cara, pero esta vez no se secó. Miraba en su reflejo como el agua caía de su arrugada frente, pasando por sus ojos, y hasta la punta de su nariz, cayendo luego a la pileta en gotas que se unían en un pequeño río, para dejarse ir por las tuberías.

                El tiempo y sus mañas lo habían llevado a donde estaba. Los ecos de las risas del pasado todavía sonaban en su cabeza, aunque cada vez con menor intensidad. Había sido feliz, eso era innegable. Las arrugas en su cara y manos denotaban su edad. Ya no era aquél muchacho que pensaba que siempre sería joven. Los años lo habían golpeado, como una lluvia fuerte y constante chocando contra su humanidad por meses, años, desgastando todo a su paso, como la erosión del agua contra las rocas transformándolas en arena. Sus ojos color café habían perdido intensidad, se veían apagados y tristes, acompañando a su boca curtida y quebrada que regalaba sonrisas solamente para afuera, en un intento de hacer pensar a todos que ese gentil viejo todavía guardaba algo de felicidad.

                Su casa era el fiel reflejo de su vida, de su aspecto. Una tele vieja marca Crown, color marrón y negro, que había heredado de su padre, se ubicaba arriba de una mesa de madera con las patas astilladas y viejas, pero ya no había tiempo de cambiarla. La cómoda en el living-comedor repleta de objetos antiguos, de vidrio y cristal, vasos chinos y portarretratos de gente que nunca había conocido personalmente. El empapelado color oliva con arabescos originalmente blancos  ya devenidos en beige por el tiempo, decoraban gran parte de su casa. Cortinas amarillentas y estampadas. Un mantel de plástico azul con manchas de café cubría una mesita en la cocina, fiel acompañante de desayunos y lectura. A un metro la cocina a gas y en frente la vieja heladera General Electric celeste. Ambas enfrentadas en la misma posición por décadas, mirándose de manera cómplice mientras escuchaban y guardaban los secretos que aquél viejo murmuraba para sí mismo. Tal vez, mientras él no estaba en casa, Heladera y Cocina comentaban los monólogos escuchados durante la mañana, y reían de sus quejas porque la electricidad era cara o porque los tomates no eran frescos.

                Un largo y oscuro pasillo llegaba hasta la puerta de entrada. Una puerta alta y pesada que siempre le costaba abrir. Una mirilla barnizada por equivocación no le dejaba ver para afuera cuando alguien golpeaba. Tres cerraduras y una cadena. Siempre le llevaba tiempo saber qué llave correspondía a qué lugar, y en su mente, cada vez que la abría, hacía una apuesta de que iba a acertar de primera a las tres. Nunca había ganado.


                Tomó un largo respiro. Las gotas habían desaparecido de su cara que estaba casi totalmente seca. Soltó la toalla y la dejó caer sobre las baldosas amarillas y negras que sostenían sus pasos. Sintió que ya no debía dejar cada cosa en su lugar. Ya no era necesario. Seguía sin saber cuánto tiempo había pasado. ¿Siete segundos? ¿Diez años? Toda su vida. Giró noventa grados y salió del baño. Camino doce pasos y se paró frente al sillón estampado que se encontraba en el living. Se dio vuelta con dificultad y se sentó, sintiendo la aspereza del respaldo contra su torso desnudo. A su lado, la camisa celeste, el saco de siempre y el cinturón que le faltaba al pantalón que tenía puesto. Les dirigió la mirada una vez más. Compañeros de tantos festejos.

                   
                Lo esperaban en el restaurante de siempre, la gente que él había elegido para que acompañara su vida. Si cerraba los ojos y pensaba en los momentos más felices o los más difíciles, esas personas estaban siempre ahí. Ellos y varios que ya no estaban más que solo en su mente. Ya hacía quince minutos se había pasado la hora de estar ahí, pero el aún no se había terminado de cambiar. Ochenta años hoy. Su vida. Un suspiro.


                 Miró a su alrededor antes de pensar en ella, como si alguien pudiera ver sus pensamientos, lo más íntimo de su mente. Cerró sus ojos. Se acordó de su sonrisa explosiva y de sus ojos ardientes. Fotos instantáneas en su cabeza. De las conversaciones de todo un poco, de los abrazos nunca dados. Recordó cosas que nunca hizo, como un beso, una pelea o un regalo en navidad. Una caminata por la playa en silencio, porque las palabras sobrarían. Su piel tersa y sus labios rojos. Su pelo castaño al viento, desarreglado pero perfecto. Fue así que su boca dibujó una sonrisa solo suya y de nadie más, de esas que no se pueden evitar por más que se intente, de esas que son de verdad. Un momento perfecto, solo de él.  Era un secreto que guardaba solo para él y nadie nunca supo. Una mujer que nunca llegó a conocer totalmente, por esos miedos que siempre nos persiguen, porque nunca se dio a sí mismo la oportunidad. Pero él la sentía más cerca que nadie. “¿Qué será de ella?” La tristeza ahora lo inundaba en todo su cuerpo, como el agua de una represa cuyo muro cae tras un temblor. Siempre la misma sensación. Arrepentirse de las cosas no hechas. Solo el sonido del péndulo del reloj antiguo se escuchaba en toda la casa, mientras un cúmulo de sensaciones caían arriba suyo cual avalancha. Silencio. La sensación de tristeza desaparecía, mediando excusas estúpidas de que en verdad nunca podría haber ocurrido. Volvió a abrir sus ojos. Realidad.


                Se tomó unos segundos, y respiró profundamente, como quien vuelve de un mareo y los necesita para saber donde está parado. A su derecha la misma camisa, el mismo saco y el mismo cinturón sobre el mismo sillón.  Esos segundos recordándola eran felicidad. Era lo único que lo reconfortaba, y que también lo entristecía más que nada. La oportunidad perdida. Los momentos no vividos. La heladera seguramente le decía en ese preciso instante a la cocina que nunca había visto al viejo tan triste. Todo el resto era silencio. La mesa de la cocina. La mancha de café. El empapelado y la tele muda y en negro. La gente lo esperaba a veinte minutos de allí, conversaban entre ellos aguardando al homenajeado. Iban a seguir esperando.

Él decidió su propio festejo de cumpleaños. Pensar en ella nuevamente.
Cerró sus ojos por última vez y sonrió.
Volvió a ser feliz.


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