Hay un
personaje distintivo en todo partido de fútbol dentro de la cancha y es quien
además de que debe vestir diferente puede tomar la pelota con la mano, cosa que
lo distingue del resto: El Golero, Goalkeeper, Guardametas, Guardavallas, Cancerbero, o como quieran llamarle. Pero más específicamente dentro de esta
especia vive un ser inigualable y generador de odios inconmensurables: El
golero que hace tiempo; el “tránfuga” que roba segundos de cada pequeña situación
posible y arranca broncas en ajenos.
Me gustaría hablar un poco del golero que hace
tiempo. Este lento habitante del área chica y alrededores es el peor enemigo
del fútbol y del pueblo futbolero. No nos mal entendamos, sabemos que todos los goleros hacen tiempo.
Todos se toman unos segundos más para deshacerse de la pelotita cuando su
equipo está sacando un resultado positivo, ya sea un 1 a 0 de local o un 1 a 3
en La Paz de visitante por la ida de una copa internacional. Pero detesto (por
favor detestemos juntos) al golero que hace tiempo de manera excesiva. Ese que hace
parecer que el partido duró seis vidas y que si calculamos cuánto tiempo tuvo
la redonda en las manos podríamos haber jugado un segundo tiempo de 12 minutos
y alcanzaría. Es ese que agarra la pelota que le cae picando a los pies y se
tira en posición fetal como si se acurrucara con la señora para dormir la
siesta (y la duerme), y al rato levanta la cabeza mirando hacia los lados, cual
si estuviera en una trinchera en medio de la segunda guerra mundial y sacara
los ojitos para ver si quedaba algún francotirador en la vuelta. Vuelve a
guardar la cabeza, como tortuga asustada y parece cuidar la pelota como si
fuera su plato de comida en la cárcel de La Tablada. A ocho metros a la
redonda: nadie.
El
saque de meta es el elemento más sustentable para este individuo quien corre a
buscar la pelota cuando los alcanzadores de “globas” ya le tiraron 7 para que
saque rápido. El va igual a un paso tranquero y tan lento que parece dar dos
pasos para adelante y uno para atrás. Vuelve con la pelota bajo el brazo casi emulando a la babosa que vemos en el jardín de nuestra casa, como si quisiera correr pero no le sale, haciendo escupir insultos de la tribuna contraria
a diestra y siniestra. Él, sonríe.
Llega a la línea a 5.50 metros de la de fondo
y con cara sobradora empuja suavemente con la parte interna de su botín, la
redonda que había tirado el niño para que sacara rápido. Ésta rueda tan lento
que parece metida en un charco e incluso no termina de salir del rectángulo
blanco llamado cancha, y el pibe tiene que venir a retirarla, aunque el golero
ya se dirigía en forma cansina a darle un golpecito más para asegurarse que
llegara a su destino fuera del terreno de juego. La ceremonia continúa, y se
agacha a dejar reposando el balón sobre la línea de cal, acción que demora
alrededor de cuarenta segundos. La arregla y la mueve y la vuelve a arreglar
como si fuera a patear un penal en el minuto 120 de la final del mundo empatada
0 a 0. Da dos pasos hacia atrás y nota que el viento pudo haberla movido y
decide volver a dejarla perfectamente acomodada, como si estuviera desactivando un bomba que de estallar terminaría con la
vida de millones. Vuelve a tomar la pelota y una vez más la coloca contra el pasto como si
quisiera dejar un huevo parado en la punta
de una pirámide. Y vuelve hacia atrás. Camina unos ocho o nueve pasos
haciendo señas con su mano, como si le indicara a los compañeros de equipo a
donde va a ir la pelota, con qué efecto, a qué velocidad y qué tienen que hacer
cuando la pelota les llegue: “te va a ir al pecho, bajala, hacela rebotar en la
rodilla y mirá al lateral izquierdo que sube, vas a pensar que está en offside pero no es así, así que amagá a tirársela y engancha para adentro, pegale cruzado, el golero va a llegar a agarrarla, pero la próxima seguramente salga mejor" Y es así que empieza la carrera hacia la
pelota. La carrera lenta, ardua y desganada del golero que hace tiempo. Las
piernas empiezan a moverse como las ruedas de un tren que carga ciento veinte
vagones y recién comienza su marcha, de muy lento a lento pasando por todas las
velocidades conocidas en el medio. En el
trayecto hacia la pelota pasan tres dictaduras, dos gobiernos de izquierda, la
caída del muro de Berlín, la reconstrucción de las torres gemelas y Aratirí ya
extrajo el hierro para construir treinta y seis trenes bala, sesenta y siete
edificios y seis triciclos, que también ya se terminaron de construir. El
vendedor de chorizos del estadio pone seis sobre la parrilla. El ser “camaralentístico”
da un paso, dos pasos, tres, seis, apoya su pierna inhábil a escasos
centímetros de la pelota, y arquea la hábil hacia atrás tomando la distancia
suficiente para darle fuerza a su golpe, los chorizos ya están listos, baja la
pierna en lo que parece ser el movimiento más rápido que hizo en su vida y su
pie choca contra la redonda blanca y negra para salir despedida al infinito. El
tiro sale cerca del medio de la cancha, rebota en un compañero, la agarra un
adversario quien tira un pase largo y el nueve contrario intenta un tiro al
arco que se pierde por la línea del fondo.
El “uno” empieza su trote una vez más hacia la pelota, mientras le llueven
escupidas e insultos junto con pelotas arrojadas por quienes se dedican a
alcanzarlas. Y así es como comienza la tragedia… una vez más.
Súmense a repudiar a estos goleros, sean contrarios o de nuestro propio equipo. Por el bien del espectáculo diga NO! al golero que hace tiempo.
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