Bebió otro sorbo de café y volvió a su lectura. De
todos los mundos a los que ese libro podría haberlo transportado, lo llevó a
uno que le parecía muy familiar. Las calles desiertas en un mar de lluvia lo
envolvían todo. Tal como ocurría en ese preciso momento y él corroboraba al
mirar por su gran ventana instalado en su biblioteca. Pero él estaba a salvo en
su sillón de terciopelo verde, con sus pies apoyados en un taburete y rodeado
del aroma de su café que se enfriaba a medio metro, en su mesita de lectura. Las
nubes de humo que emanaban de su taza lo envolvían en un velo transparente pero
intenso, arropándolo cual madre a su niño antes de dormir. Volvió a sumergirse en el libro. El
protagonista recorría las desoladas calles empapado en busca de su hija perdida,
que alguien le había arrebatado de su lado hacía instantes mientras él pedía un
refresco en un bar. Corría gritando su nombre y abriendo puertas de casas
ajenas mientras lloraba lágrimas que se confundían con la lluvia. Su esposa, ni
enterada aún, seguía de compras tras haber tomado diferentes caminos en la
mañana. “¿Te llevas a la niña?” Si tan solo hubiera dicho que no.
Levantó su vista del libro de un golpe mientras
trataba de tragar lo leído y sus ojos se esforzaban por devolver las lágrimas a
su lugar. Un frío de muerte le recorrió la columna y se instaló en su pecho. La
similitud con su vida era demasiado real. Se erizó al pensar en su propia hija,
Julia, a quien hacía 27 años no veía luego de perderla de vista en un parque de
atracciones lleno de gente. Solo 4 años tenía, y así la recordaba, aunque ese
último abril habría cumplido 31. Ni todas las denuncias, ni todos los rezos se
la trajeron de vuelta. Y tan solo seis meses después la desesperación condujo a
su esposa al suicidio.
Tal vez el protagonista de su libro tuviera una suerte
distinta, y a él le vendría bien encontrar, al menos en la ficción, un final
feliz. Cerró sus ojos por varios minutos y como habitualmente hacía cuando
estos sentimientos lo desbordaban, puso su mente en blanco. Abrió sus ojos y
volvió a su lectura, descartando ese sentimiento de dolor intenso que en verdad
nunca lo abandonaría.
El protagonista llegó a una casa de altos techos, y
puerta de cedro con picaporte dorado. Había dejado de gritar el nombre de su
hija, ahogado por haber ya corrido cientos de metros, pero sin darse por
vencido. Golpeó la puerta, pero nadie contestó. Giró el picaporte y empujó. La
puerta cedió y se abrió de par en par. Se encontró con un largo pasillo, por el
cual se accedía a varias habitaciones, pero el aroma del café que invadía la
casa lo hizo dirigirse directo a la última. La puerta entornada de lo que
parecía ser una gran biblioteca. La empujó lentamente y se abrió de a poco. Lo
invadió una extraña sensación de que ya no volvería a ver a su hija nunca más,
pero no intentó siquiera luchar contra ello.
Nunca imaginó su asombro al entrar en esa enorme biblioteca,
llena de libros conocidos y de sensaciones tan familiares como inexplicables.
Un café aun caliente arriba de una pequeña mesa a medio metro de un sillón de
terciopelo verde. Su vista se fijó en un pequeño taburete tirado de costado en
el piso, y más arriba unos pies flotando con sus mismos zapatos, subió su vista,
su mismo pantalón y más arriba aún su misma gabardina. Lo que siguió lo
descolocó como nunca nada en la vida lo había hecho. La cara de ese cuerpo sin
vida colgando del techo tenía su misma boca, sus ojos marrones cubiertos por su
mismo par de lentes, y su misma cicatriz arriba de la ceja derecha. Se dejó
caer en el sillón que lo abrazó tal vez sabiendo que no volvería a soltarlo
jamás. Su vista se nubló, y mientras sus párpados se cerraban para siempre lo último que
pudo ver fue un libro, tirado en el suelo, abierto como habiendo caído a un
precipicio, el lomo contra el piso y todas y cada una de sus hojas totalmente
en blanco.
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