La pelota de
tenis salió disparada desde mi pie, cruzando media cancha donde jugábamos en el
liceo, para atravesar el vidrio de la ventana del laboratorio de química, no sin
antes haber entrado en el ángulo.
Teníamos 14 años
y luego del recreo con mi amigo Nacho decidimos quedarnos a jugar al fútbol con
una pelota de tenis que él había traído de su casa. Tendríamos que haber estado
en clases de matemáticas en ese momento, pero como adolescentes que éramos nos tomábamos
ciertas licencias para desestresarnos.
El partido iba
empatado, y luego de un despeje de Nacho la pelota voló y me cayó como del
cielo, la vi toda antes que sucediera, incliné mi cuerpo, y apoyando solamente la
pierna izquierda levante la derecha horizontalmente al suelo en lo que para mí
fue la volea perfecta. Solté un zapatazo y la pelota verde y peluda salió disparada,
pasando entre las manos de mi amigo y entrando en el ángulo. El festejo duró
poco, porque apenas grité el gol, vi como la pelota seguía su curso y se
estrellaba contra la ventana del laboratorio de química, explotando el vidrio
en mil pedazos. Incluso dentro siguió haciendo ruido de vidrios rotos, lo que
imaginamos serían tubos de ensayo rompiéndose al unísono.
Los siguientes 5
segundos fueron shock. Nos quedamos mirando el uno al otro, y aunque nunca se
lo pregunté, estoy seguro que nos pasaba exactamente lo mismo por la
cabeza. ¿Nos vamos a la mierda corriendo? ¿Nos quedamos y vemos que pasa? ¿Vamos
al laboratorio a ver cuál era el daño?
Sin mediar palabra,
pero exactamente al mismo tiempo, ambos salimos disparados hacia la salida que
da a la calle, con las caras desencajadas y sin mirar atrás. Corrimos como si
nuestras vidas dependieran de eso. Estoy convencido de que ese día hubiéramos salido
primero y segundo en cualquier maratón, ganándole al keniata más rápido. Solo cambiamos
el ritmo durante los 5 metros visibles desde la ventana del director, durante
los cuales caminamos como si estuviéramos mateando en la rambla, para luego retomar
nuestra frenética huida.
Al llegar a la
vereda, corrí hacia la esquina sabiendo que ya el peligro había quedado atrás,
mi boca dibujaba una sonrisa de victoria, pensando que no habría amonestaciones
ni suspensiones, y nuestros padres jamás se enterarían de lo sucedido. Al
llegar a la esquina, puse mis manos en mis rodillas para recuperar el aliento,
y al mirar hacia atrás vi a Nacho, petrificado unos 30 metros detrás mío, con
ambas manos sobre la cabeza y una cara con mezcla de susto y decepción como
quien no recuerda si desenchufó la plancha antes de irse de vacaciones. Lo miré fijo y levanté la cabeza en modo de
interrogación.
Nacho bajó las
manos de su cabeza, me miró fijó y escupió: – la pelota tiene mi nombre y apellido.
Cumplí mi suspensión
de dos días estudiando en casa, sin poder salir a jugar al futbol en la vereda
o mirar tele, pero me era inevitable esbozar una sonrisa cada vez que me acodaba
de esa perfecta volea y la pelota de tenis entrando en el ángulo.
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