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Entradas

Mi mejor volea

  La pelota de tenis salió disparada desde mi pie, cruzando media cancha donde jugábamos en el liceo, para atravesar el vidrio de la ventana del laboratorio de química, no sin antes haber entrado en el ángulo. Teníamos 14 años y luego del recreo con mi amigo Nacho decidimos quedarnos a jugar al fútbol con una pelota de tenis que él había traído de su casa. Tendríamos que haber estado en clases de matemáticas en ese momento, pero como adolescentes que éramos nos tomábamos ciertas licencias para desestresarnos. El partido iba empatado, y luego de un despeje de Nacho la pelota voló y me cayó como del cielo, la vi toda antes que sucediera, incliné mi cuerpo, y apoyando solamente la pierna izquierda levante la derecha horizontalmente al suelo en lo que para mí fue la volea perfecta. Solté un zapatazo y la pelota verde y peluda salió disparada, pasando entre las manos de mi amigo y entrando en el ángulo. El festejo duró poco, porque apenas grité el gol, vi como la pelota seguía su cu...
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Tortilla de papa

  Llegué tarde del trabajo y mi esposa y mis dos hijos me esperaban en la mesa para cenar. Saludé y vi los platos servidos con tortilla de papa. Nunca fui fanático de la tortilla de papa, son papas pegadas con huevo yo que sé, y se me ocurren muchas otras maneras de comer la papa mucho más ricas. Pero cuando yo era chico y mi padre llegaba tarde de trabajar y comíamos la tortilla hecha por mi mamá, mi papá siempre decía eufórico: “que buena tortilla de papa, está para chuparse los dedos, de las mejores comidas que existen” y yo lo repetía asintiendo con cara de fanático. Tal vez porque nuestro padre es nuestro héroe cuando somos chicos estamos dispuestos a mentir hasta a nuestro paladar con tal de ser lo más parecidos a él posible. Y es por eso que por más que no me mataba la tortilla, asentía a sus comentarios como si estuviera comiendo mi última cena. Yo podría vivir sin tortilla de papa a partir de hoy mismo y nada cambiaría en mi vida en absoluto, pero cruzar aquella mirada d...

La hija

  Bebió otro sorbo de café y volvió a su lectura. De todos los mundos a los que ese libro podría haberlo transportado, lo llevó a uno que le parecía muy familiar. Las calles desiertas en un mar de lluvia lo envolvían todo. Tal como ocurría en ese preciso momento y él corroboraba al mirar por su gran ventana instalado en su biblioteca. Pero él estaba a salvo en su sillón de terciopelo verde, con sus pies apoyados en un taburete y rodeado del aroma de su café que se enfriaba a medio metro, en su mesita de lectura. Las nubes de humo que emanaban de su taza lo envolvían en un velo transparente pero intenso, arropándolo cual madre a su niño antes de dormir.   Volvió a sumergirse en el libro. El protagonista recorría las desoladas calles empapado en busca de su hija perdida, que alguien le había arrebatado de su lado hacía instantes mientras él pedía un refresco en un bar. Corría gritando su nombre y abriendo puertas de casas ajenas mientras lloraba lágrimas que se confundían con la...

La Suerte de Horacio

Horacio era hombre de campo. Se despertaba diariamente a las 4 de la mañana y arreaba el ganado. Tenía algunas vacas y ovejas las cuales cuidaba con el alma. Siempre fue un tipo trabajador, desde los 12 años y ya tenía 54. Nunca había creído en la suerte, entendía que el hombre tiene que hacer su propia suerte, su propio camino y eso era a base de trabajo y más trabajo. Nadie nunca le iba a regalar nada. Sus jornadas eran largas y cansadoras. Terminaba el día dando de comer a los caballos en el establo como a las 8 de la noche. Se preparaba unos mates y mateaba solo. Entonces cenaba a la luz tenue de una bombita de 50 watts y chocaba con la cama a dormir. Horacio amaba el campo, el pasto, el sol descongelando las heladas mañanas de invierno mientras masticaba tabaco y bebía sorbos de café. Los viernes a la noche iba al pueblo más cercano en su Ford F-100 que prácticamente se caía a pedazos, a tomar alguna grapa, y se encontraba con varios conocidos con los cuales jugaba al truco ...

Últimas palabras

Si nos ponemos a pensar, son solamente un puñado de personas que realmente podrán elegir qué decir en los últimos minutos de su existencia. Solo ellos, que llegaron a ese último momento sabiendo que son sus últimos suspiros de vida, pueden enunciar las palabras que ellos ya saben serán las últimas, ya sea que las tengan decididas hace años o se les ocurran en ese preciso momento. Aunque, ¿quién piensa en sus últimas palabras con anterioridad? Tal vez un ser fatalista que ve constantemente la inminencia de su final, o un protagonista de alguna obra romántica de Shakespeare. La inmensa mayoría de nosotros pensamos que vamos a vivir para siempre, o al menos que vamos a morir en una cama, grises y arrugados, habiendo vivido plenamente todos los embates proporcionados por la vida, y sentimos en lo mas inmerso de la parte más estúpidamente positiva de nuestro corazón, que vamos a tener el tiempo suficiente de decir todo lo que siempre quisimos decir, despedirnos de nuestros seres queridos,...

La vida entera te esperé, y no lo sabía

La vida entera te esperé y no lo sabía. Viví mi infancia muy feliz, corriendo  por el fondo de mi casa, choqué rodillas contra el piso y pateé miles de veces la pelota descosida, y no lo sabía. Jugué al “cordón” en el barrio y volví a tomar la leche cuando mi madre me gritó desde la puerta, esperé a que mi padre volviera de trabajar mirando por la ventana, y ahí tampoco lo sabía. Fui al jardín y conocí amiguitos que hasta hoy en día son de los mejores, aprendí a colorear adentro de las líneas y a leer letra por letra el infinito abecedario, y aún ahí no tenía idea. Llegué al liceo y pase noches en vela estudiando y estresándome por cosas que hoy no me importan. Si tan solo hubiera sabido que te estaba esperando… Crecí y salí con amigos. Salí a horas en las que hoy ya estoy dormido en el sillón. Volví a horas en las que hoy vos me despertás con un beso. Pero no había forma de saberlo entonces. Saqué la libreta de conducir y sentí que no me faltaba absolutamente na...

Te odio Hernan Casciari

Sí, como dice el título, te odio Hernán Casciari. Desde que te conocí hace aproximadamente un mes atrás. Te odio desde lo mas profundo de mi envidia. La verdad, hasta hace poco ni te conocía, no sabía quien eras, pero te empecé a odiar una tarde de sábado que recuerdo perfectamente. Había parado el auto en el estacionamiento del Shopping, y mi esposa había bajado a comprar un regalo para un cumpleaños infantil. Mis dos hijos, de dos y cuatro años, estaban atrás cada uno en su silla, hablando entre ellos. Cantaban canciones como la de “Pichirilo” y otras que canto yo después solo en el trabajo sin quererlo. Estaban tan sorpresivamente tranquilos que agarré mi celular y me dispuse a mirar mis redes sociales. Yo venía de jugar un partido de futbol siete y estaba cansado, sin muchas ganas de moverme, pero lo que si podía mover era mi pulgar para “escrolear” vidas ajenas. Empecé por Facebook y ahí me quedé. Luego de ver un par de historias y fotos que de gente que no conocía, encontré...